lunes, 16 de noviembre de 2009

La gallina Degollada (Horacio Quiroga)


Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir...
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?...
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

miércoles, 19 de agosto de 2009

La Trilogía de Antonioni.



Considerada como una trilogía La Aventura, La Noche y El Eclipse son tres películas muy difíciles de ver, muy lentas en lo narrativo pero de una potencia psicológica envidiable. En su momento fue considerado como un mal cine y poco entendible, sin embargo, los años le dieron la razón a Antonioni que fue considerado ya no como un mediocre sino como un artista vanguardista y creador de un nuevo estilo cinematográfico. Uno en el cual la acción se deja de lado y todo se torna a una narración minimalista donde prima la incomunicación y la desesperanza de sus personajes, desesperanza que se radica en el amor, en la imposibilidad de asirlo en sus manos sino que se desliza por cuencas frías e indescifrables. El avance tecnológico no ha logrado dar solución a la incomunicación natural ya que esta es inherente a la naturaleza extraña y dolorosa del hombre. La modernidad como merecedora de desgracias y tragedias y no de sutiles mejoras, solo promesas incumplidas.  Antonioni busca reflejar en sus películas y personajes un resumen de lo que acontece en el mundo y por sobre todo en el hombre, desajustado en un desenfoque angustiante. Antonioni con esta trilogía se ganó el honor de ser considerado como un artista de la poética maldita, de la imposibilidad de la felicidad.

miércoles, 22 de julio de 2009

martes, 5 de mayo de 2009

Asfalto (Crítica dentro de otra)



I 
Esteban llegó a su casa un poco más temprano que de costumbre. Sin embargo, para él, el día aún no terminaba. Para muchos, según pensaba, el día acababa al llegar a sus casas luego de una extenuante jornada laboral, llegando sólo a recostarse en el sillón a ver televisión. Eso le parecía terriblemente triste, sin embargo aceptaba aquella ilógica realidad pero que en honor a la verdad, no la entendía. No alcanzaba a comprender del todo como era posible que las cosas fueran así y en definitiva, no le gustaba la vida de aquella mayoría desconocida que veía caminar, o más bien, mover las piernas casi automatizados por el tedio y el cansancio. Anónimos que extrañamente estimaba, pero que a la vez odiaba tan profundamente. 
Dejó que el fuego devorara la tetera, mientras él hacía lo propio con un pan un poco negro, debido al descuido que provocó una temporal pérdida de su también negro abrigo. Empezaba a hacer frío, de ahí que su búsqueda era esencial. Llenó su bolso con pertenencias raras: Un reloj sin correa, un lápiz grafito, un par de libros de inacabada lectura, sus llaves, un viejo cuaderno y finalmente, la brújula que lo acompañaba a todas partes. Salió, puso los audífonos en sus oídos mientras se dirigía raudo en busca del paradero. “El “soundtrack” de mi vida”, se decía. La música le ayudaba a alejarse de aquella horrible oscuridad de la tarde invernal, que provocaba en él una rara sensación que intentaba a cada momento exiliar. Conocida no solo por él, sino por muchos, llamada simplemente soledad. 
Tomó el micro, luego el metro y se bajó en la estación de aquel cerro cuyos árboles tanto amaba y que le recordaban tanto a su pasado sur. Pudo tomar otro bus, ya que aún lo separaban muchas cuadras de su destino, pero decidió caminar, esta vez, acompañado solo por las luces de neón de letreros que no leía. Ya pocas personas se veían a esas horas, uno que otro. “Uno más del total”, se decía, si es que puede decirse “uno más”, ya que suena exagerado, pensaba Esteban, y que en el fondo debiera decirse “uno igual” o más bien, “uno menos”, debido a que la frase tendría verdad, pero la dejo tal cual, ya que o sino podría carecer de sentido. 
Mientras caminaba, escuchaba un disco de posesión antigua, disparándose a sus oídos versos perfectos acompañados tan solo por notas de agradable simpleza. Algunos lo devoraban más que otros. “Maldigo lo perfumoso porque mi anhelo está muerto. Maldigo todo lo cierto, y lo falso con lo dudoso. Cuánto será mi dolor”. Pensó Esteban en el extraño poder que tienen algunas canciones, que aunque tantas veces han sido escuchadas, igualmente provocan sensaciones tan profundas, y que frases cobran un sentido tan igualmente profundo que llegan a producir una extraña sensación, similar al dolor. Otros versos no podía ni siquiera pronunciarlos, eran demasiado para él en aquel momento. Versos que yo también conozco pero que tampoco me atrevo a decir ni menos a escribir, y solo me limito a enunciarlos como el final de la penúltima estrofa de aquel hermoso himno.
 
En esos instantes, faltaban pocas cuadras para llegar a su destino. Otra inspiración: “... es igual que el estampido, que mata sin son ni ton”, retumbó hasta en sus pies que casi se doblaron. Paró unos segundos y siguió hasta llegar al lugar deseado. Saludó al portero con un tono desconocido, pero amable, que escapó de su boca (hasta él se sorprendió). Debió ser el lugar se respondió, ya que le gustaba de sobremanera estar ahí, donde finalmente podía ser él, el verdadero Esteban, el agradable y no aquel maldito que navegaba casi con rabia los mares de la estupidez y el vacío de los otros.
 
Imágenes hermosas ocupaban la sala, subió la alfombrada escalera, eligió la residencia que por minutos desconocidos habitaría y se sentó en aquel templo, que en esos instantes estaba prácticamente repleto.
 
El inmenso y blanco rectángulo que posaba frente a él cambiaba de tonalidades en una evidente prueba. 3, 2, 1 aparecieron más de una vez, proyectados por esa hermosa máquina, de la cual también emanaba una monótona música, que sin embargo, a los oídos de Esteban, sonaba maravillosa. Pensó éste que se trataba de la melodía que podía escucharse en el fin del universo, fusionándose con aquella que se produce por su eterna extensión. Todos hablaban, mas él solo escuchaba aquella dulce composición cósmica semejante a la de un tren que avanzaba velozmente por entre las piezas de aquel antiguo aparato. Su ensoñación terminó por la aparición de un canoso y alto hombre, visto en otras oportunidades por Esteban, el cual en un extraño acento saludó, dio gracias por la concurrencia y señaló el nombre del músico, esta vez trompetista, que acompañaría las mudas imágenes y finalmente, se despidió. Todo dicho de una forma armoniosa, poética y por sobre todo, amable. El film se llamaba “Asfalto”de Joe May y databa de 1929. Aplausos. Se apagaron las luces. Comenzó el trance.
 

II
 

En la Alemania de entreguerra, una acicalada y lujosa mujer roba un diamante de una joyería sin que sus dueños se percaten del acto. “Ambición”. Los encargados se percatan de aquello, cuando ya la mujer había salido de la tienda, pero la alcanzan en la calle, ante la mirada curiosa de los paseantes. Llaman a un impecable policía del tránsito que se encontraba en el lugar para que inspeccione a la mujer, ésta hace lo posible para no ser descubierta. “Risas del público. La trompeta suena cínica”. Sin embargo, no puede evitarlo más, es sorprendida en el ilícito y arrestada por Holk, quien la lleva a la delegación. Al llegar, la mujer solicita al policía si pueden ir a buscar su identificación a su domicilio, el cual accede ante las súplicas y llantos de la bella mujer. “La ambición corrompe lo correcto”. Llegan a la casa de la mujer y Holk se da cuenta de que es tremendamente adinerada, ya que está lujosamente amueblada, llena de joyas y con un armario lleno de carísimos abrigos de piel. “¿Hay algo más vulgar que el lujo, más decadente?”. En la habitación ocurren una serie de hechos ridículos entre ella y él, incluso, pelean. Finalmente terminan acostándose. “Corrupción final. Las risas esta vez son carcajadas. La trompeta suena apocalíptica, pero parecen no escucharla, ni menos sentir lo que quiere transmitir”. El policía se retira tristemente a su casa, que es también la de sus padres. Su madre lo recibe afectuosamente y le ofrece de comer. No quiere. Su padre, teniente de la policía, preocupado le pregunta cómo se siente. Este solo mueve su cabeza. Su rostro está arruinado. El primer plano lo demuestra.(Esteban recuerda más que nunca a Wiene, a Murnau, a Lang). El padre de Holk le ofrece un habano, este lo toma y se retira a su habitación, siquiera puede dormir, dándose vueltas en su cama una y otra vez. “Culpa. Remordimiento. La gente nuevamente ríe”.
 
La acción cambia bruscamente a Paris, donde un fastuoso individuo habla con el recepcionista de un pomposo hotel, el cual lo llama respetuosamente “Cónsul”. Sale del elegante edificio y se dirige a una alcantarilla en plena vía pública donde realizan un trabajo algunos hombres, sin embargo no se trataba de trabajos de reparación, sino que cavan un túnel largo, oscuro y lóbrego hacía la bóveda del Banco de Paris. Al llegar a esta, este supuesto cónsul, roba gran cantidad de dinero y se retira. Dos guardias del banco sienten algunos ruidos, pero se desentienden y prenden un cigarrillo. “Corrupción Política a vista y paciencia de todos”. Este cónsul resulta ser finalmente el novio de la bella mujer, le escribe una carta indicando que luego estará con ella en Alemania.
 
Al día siguiente, la mujer recibe la nota del hombre y a continuación encuentra la identificación de Holk a un costado de su cama, así que decide enviarle una caja de puros al domicilio que en ella aparece. Este los recibe, al poco rato, con terrible horror. “El público ríe a carcajadas por la furia de nuestro héroe. La trompeta suena enloquecedora”. Se dirige iracundo a la casa de la mujer para devolverle tal humillante soborno, discuten en la habitación de ésta, pero nuevamente terminan acostándose, o quizás, esta vez, haciendo el amor. Momentos después, duermen juntos. La mujer despierta repentinamente y prende un cigarrillo.
 
Esteban concluye que el habano, los puros y los cigarrillos son símbolo de olvido, o talvez de sedante que no permite tomar las cosas en su real dimensión. Es sinónimo de relajo ante una situación problemática. Recuerda el funeral de un cercano familiar en el cual la reciente viuda no paraba de fumar, también a su compañero Luis, quien luego de ser despedido con encendedor en mano, señaló al despedirse con una sonrisa triste: “No por eso no nos vamos a fumar un cigarrito”. Esteban, ante aquella idea, por primera vez en aquel momento, pareció sonreír.
 
De pronto, el cónsul-cleptómano llega a la casa de la mujer y los sorprende. “Las risas casi no dejan disfrutar la bella trompeta de la cual emanan notas espeluznantes”. Esteban, en cambio, solo intenta escuchar la siniestra melodía que le aprieta el pecho, que no le permite respirar adecuadamente, diriase que le falta el aire. La escena es impresionante (pero la gente solo ríe. ¿Estamos viendo la misma película?, se pregunta Esteban). Se inicia un combate entre los hombres, la cual concluye con un golpe en la cabeza del fastuoso cónsul con un garrote, dándole muerte inmediatamente. Holk arranca, mientras la mujer se queda en la habitación fumando desesperadamente. Llega a su casa y confiesa lo hecho a sus progenitores, ante lo cual su padre decide entregarlo a la comisaría. Juntos llegan a ésta y Holk confiesa el hecho al comandante. “Reconciliación con lo correcto”. En esos mismos instantes, la mujer llega a la casa de Holk y cuenta a la triste madre de éste lo acontecido. Juntas se dirigen a la dependencia policial. Llegan y la mujer relata que lo ocurrido fue en defensa propia y que el muerto se trataba del famoso ladrón del Banco de Paris. “Redención”.
 
Muestran los rostros de los protagonistas, en feroz primer plano. Esteban siente que nunca fue más manifiesto el expresionismo alemán. Mientras el público ríe sin sentido, sin entender, sin escuchar lo que, inagotablemente, quieren transmitir las furiosas notas de la dorada trompeta. Finalmente, la mujer es detenida por ser testigo presencial y Holk liberado completamente, retirándose junto con sus padres, sin embargo, vuelve corriendo donde se encontraba la mujer, indicándole que la esperará para que estén juntos en un futuro. “La trompeta, después de mucho tiempo, sonó finalmente suave”
 

III
 

La pantalla se vuelve negra, termina el trance. Se ilumina la sala. Aplausos. El trompetista es ovacionado. Esteban puede ver los rostros sonrientes de muchas personas, pero también los serios de algunos otros, minoría por cierto, que al igual que él, al parecer, presenciaron otro film. Felizmente percibe en estos últimos la misma sensación que él tiene: Una profunda emoción y alegría de haber presenciado una pieza maestra e histórica, que muy pocos en el mundo han tenido el gusto de ver.
 
Se pone nuevamente su abrigo, realiza algunas breves impresiones con otras personas, sale del edificio y empieza nuevamente su caminar. Solitario, talvez idénticamente como aquellos rostros serios que vio hace unos instantes, que vieron un film completamente distinto a la mayoría, que vieron no una comedia sino un terrible drama, que vieron no sólo entretención, sino también, un gran arte dramático. Sabe que camina solo y que llegará a su solitario hogar, pero también sabe que aquella es sólo una ilusión, porque realmente no está solo, porque hay otros como él, que sienten de una forma distinta, que presencian los hechos de un modo diverso, y que finalmente no se sienten húmedas sus pieles como las de los cuerpos de esos sonrientes entes, tan húmedos y fríos como el asfalto por el cual camina Esteban casi ciego por la espesa neblina.
 

jueves, 26 de marzo de 2009

Zu (con Mike Patton) en Chile.




Lo primero que debo decir es que fue realmente impresionante. De seguro será uno de los shows más recordados en la historia de conciertos realizados en Chile y sin duda, será perenne en mi memoria. Una eterna sensación. 

Mike Patton demostró por qué es conocido casi como una marca. El nombre de Mike Patton supera cualquier parámetro, tanto que puedo estar seguro que cualquier músico le hubiese gustado ser él en más de algún momento, tomar su lugar. Como dije, es casi una marca, pero hay una diferencia inmensa. Es el hecho de que no es una marca comercial como lo es uno que tocó también aquella noche, sino que es una marca completamente artística, que impone vanguardia, que sus discos son verdaderos suicidios comerciales, que su avantgarde suena a nada que se haya escuchado antes. También el hecho de que no es solo una careta actuada de loco, menos una actitud, sino que por el contrario, esa es su naturaleza, esa es su esencia. Lo surrealista y raro es su sino, tomando aquello casi con responsabilidad.



Deseaba pretéritamente que si viniese, lo hubiese hecho con Tomahawk o Fantômas ya que aquellas bandas están vigentes y su participación es inmensa (Peeping Tom cumple esos requisitos pero no es de mi total gusto). En Zu, en cambio, según lo que había visto en distintos videos, su genialidad no queda del todo plasmada, ya que solo participa con sus tornamesas y sintetizadores, cantando solo en dos temas del Carboniferous (Soulympics y Orc). Por lo tanto, mi expectación era un poco menor, aunque sabía que sería igualmente incomparable.


De pronto, brutalmente, aparecieron los cuatro integrantes sobre el escenario con máscaras al estilo de la lucha libre mexicana al igual que sus dos guardaespaldas, los cuales se situaron a los costados del escenario. Increíble. Surrealistamente prodigioso. La primera fue Cthonian y ¡sorpresa! Patton empezó a colaborar con su voz y gritos sacados de la pequeña enciclopedia de la locura (ya que en ella más que páginas hay imaginación), cosa que continuó durante todo el show y que, de paso, subsanó el único obstáculo que sentía. Genial.
 
Por otra parte, corroboré una antigua y cruel sentencia: La gente, los llamados “fanáticos” con efectistas poleras de antiguos grupos de Patton no escuchan nada, nada de nada. No es posible que sabiendo que viene con una banda con la cual tiene solo un disco, repito: un solo disco, no se den el “trabajo” de escucharlo (las comillas son porque debería ser un deleite). No puede ser que venga uno de los artistas más requeridos en el mundo y solo un tres por ciento, a lo mucho, conozca el disco. Incluso escuché comentarios tales como: “¿Qué es esto?” o “Pagué treinta lucas y no ha tocado nada”. Vergonzoso. Además cuando tocaban Orc, el último tema del disco y en el cual aparece el ladrido de un perro, no faltó el desubicado que dijo: “El baile de los que sobran”, por último decir Seamus de Pink Flyod. Demolió con tamaña estupidez la ensoñación en la que estaba.Lo primero que debo decir es que fue realmente impresionante. De seguro será uno de los shows más recordados en la historia de conciertos realizados en Chile y sin duda, será perenne en mi memoria. Una eterna sensación. 


Mike Patton demostró por qué es conocido casi como una marca. El nombre de Mike Patton supera cualquier parámetro, tanto que puedo estar seguro que cualquier músico le hubiese gustado ser él en más de algún momento, tomar su lugar. Como dije, es casi una marca, pero hay una diferencia inmensa. Es el hecho de que no es una marca comercial como lo es uno que tocó también aquella noche, sino que es una marca completamente artística, que impone vanguardia, que sus discos son verdaderos suicidios comerciales, que su avantgarde suena a nada que se haya escuchado antes. También el hecho de que no es solo una careta actuada de loco, menos una actitud, sino que por el contrario, esa es su naturaleza, esa es su esencia. Lo surrealista y raro es su sino, tomando aquello casi con responsabilidad.
Deseaba pretéritamente que si viniese, lo hubiese hecho con Tomahawk o Fantômas ya que aquellas bandas están vigentes y su participación es inmensa (Peeping Tom cumple esos requisitos pero no es de mi total gusto). En Zu, en cambio, según lo que había visto en distintos videos, su genialidad no queda del todo plasmada, ya que solo participa con sus tornamesas y sintetizadores, cantando solo en dos temas del Carboniferous (Soulympics y Orc). Por lo tanto, mi expectación era un poco menor, aunque sabía que sería igualmente incomparable.
De pronto, brutalmente, aparecieron los cuatro integrantes sobre el escenario con máscaras al estilo de la lucha libre mexicana al igual que sus dos guardaespaldas, los cuales se situaron a los costados del escenario. Increíble. Surrealistamente prodigioso. La primera fue Cthonian y ¡sorpresa! Patton empezó a colaborar con su voz y gritos sacados de la pequeña enciclopedia de la locura (ya que en ella más que páginas hay imaginación), cosa que continuó durante todo el show y que, de paso, subsanó el único obstáculo que sentía. Genial.
 



Por otra parte, corroboré una antigua y cruel sentencia: La gente, los llamados “fanáticos” con efectistas poleras de antiguos grupos de Patton no escuchan nada, nada de nada. No es posible que sabiendo que viene con una banda con la cual tiene solo un disco, repito: un solo disco, no se den el “trabajo” de escucharlo (las comillas son porque debería ser un deleite). No puede ser que venga uno de los artistas más requeridos en el mundo y solo un tres por ciento, a lo mucho, conozca el disco. Incluso escuché comentarios tales como: “¿Qué es esto?” o “Pagué treinta lucas y no ha tocado nada”. Vergonzoso. Además cuando tocaban Orc, el último tema del disco y en el cual aparece el ladrido de un perro, no faltó el desubicado que dijo: “El baile de los que sobran”, por último decir Seamus de Pink Flyod. Demolió con tamaña estupidez la ensoñación en la que estaba.
Pude abstraerme de aquella sensación y me dedique solo a disfrutar y bailar frenéticamente ante los desquiciados sonidos emergidos de ese descomunal saxofón de Luca T. Mai, de ese desollador bajo de Massimo Pupillo, de esa brutal bateria de Jacopo Battaglia y finalmente, de los esquizofrénicos aullidos de Patton. Siguió el concierto a través de los distintos temas de los que se compone el disco, sobresaliendo cada uno por sobre el otro, y el anterior por sobre el siguiente, y el posterior se rendía ante el primero y el último ante el tercero, y así sucesivamente, uno sonaba monstruoso ante otro que sonaba más feroz aún, como Soulympics (asombroso) versus Carbon. No hubo puntos bajos. Quizás el primer tema sonó un poco bajo, pero Patton dio unas indicaciones y problema solucionado. Todo sonó perfecto. Todo sonó espiritualmente ensayado. Todo sonó pulcro pero natural, nada matemático. Completa conexión. Todos los integrantes sabían que hacer, colaborando en lo suyo para dar aquella atmósfera anómala, chocante, extravagante o extraña a la noche de Santiago. Bizarramente acogedor. Agrado total. 
Toda satisfacción aumento más aún con cuatro elementos: El primero fue las improvisaciones nauseabundas de Patton con sus tornamesas, sintetizadores y elementos electrónicos varios, cual dj profesional.



El segundo fue algo inesperado pero sorprendente. La emoción me emborrachó. Se trató de los primeros diálogos de Fando y Lis de Jodorowsky. Algo que solo el ex vocalista de Mr. Bungle podía hacer, algo tan genial solo podía ocurrírsele a él. Ningún otro artista podría haberlo hecho. Nadie más. El diálogo es de Fando cuando pequeño con su padre, estaba grabado como pista, y sonó mientras Patton se sentaba. Dice así:"–Juguemos. Si yo soy un gran pianista...... –Si eres un gran pianista, y te corto un brazo... ¿Qué haces? .......... – Me dedico a pintar........... – Si eres un gran pintor, y te corto el otro brazo... ¿qué haces? ....... – Me dedico a bailar..... – Si eres un gran bailarín y te corto las piernas... ¿qué haces? .... – Me dedico a cantar..... – Si eres un cantante y te corto la garganta... ¿qué haces? ..... – Como estoy muerto, pido que con mi piel se fabrique un tambor.......– Y si quemo el tambor... ¿qué haces? ..... – Me convierto en una nube que tome diferentes formas..... – Si la nube se disuelve... ¿qué haces?..... –Me convierto en lluvia, y hago que crezca la hierba...... –¡Ganaste! Me sentiré muy solo el día que no estés..... –Si algún día te sientes solo, busca la maravillosa ciudad de Tar." Único !.

El maldito de Patton vino a ponernos en órbita a un genio nacional, obviamente pocos lo conocen, ya sea porque sus películas son algo difíciles de conseguir como por ese afán de nuestra idiosincrasia de mirar hacia fuera en lugar de mirar hacia dentro. Pocos entendieron en ese momento el cinéfilo giño. Nos dijo: “Tienen a Jodorowsky. Un Genio. Chileno. Y nadie lo conoce”. Bueno, lo hizo y sonó asombroso y mágico.
El tercero fue cuando tocaron 24.000 Baci a una velocidad demencial.
Y el cuarto y último: cuando cerraron aparentemente el show con Ostia (primer tema del Carboniferous) la cual sonó aún más potente y macizo que en el mismo disco, pero volvieron y Patton empezó a cantar el tema que aparece en Mulholland Drive de David Lynch, el que suena mientras las protagonistas están en el teatro, que se llama "Llorando". Más loco e insigne aún. Imaginé a Patton sobre el escenario de Lynch, volviéndose todo aún más obsceno en ese ensueño perverso.




 Debo decir que Mike Patton debe ser el mejor frontman que existe, su sola presencia en el escenario es suficiente, se basta a si mismo (y sumado a tres músicos muy buenos, el sonido es superlativo). Se ratifica por el hecho de que ante el escaso repertorio que tenía Zu, hizo que todo sonara completo, absoluto. Dio al show, con sus gestos y movimientos, un ambiente especial, único e irrepetible. En las pantallas se mostraba continuamente una polera que decía: “Mike Patton is my God”. Un poco exagerado, pero que tiene mucho de verdad. Mike Patton es un genio