Siempre me ha caído bien, me gustan sus personajes
bizarramente obsesionados con su propia forma de ser (y la consiguiente
redención), con sus propias manías, que son tratadas como si fueran normales, y
es que quizás en el fondo todos tenemos manías raras y lo que se muestra en
pantalla es algo que de alguna forma también nosotros tenemos. Digamos que nos
representa. Digamos que talvez todos estamos algo tocados. Me cae bien el
hombre, es un buen director, uno buenísimo, pero otra cosa es sentir total admiración
y un gusto especial por su cine, tan solo me gusta un tanto, pero es digno de
pensar, eso sí, de analizar. Rushmore es una buena película (similar en
aspectos a la última). The Royal Tenenbaums no está tan mal (aunque se excede
en humor y sensibilidad yankee). De The Life Aquatic with Steve Zissou no voy a
hablar ya que es pésima y un traspie tremendo, casi inentendible, por aquello
no la incluyo en el análisis. The Darjeeling Limited no está tan mal tampoco
(pero con un estilo tremendo, y tan especial que es como ver cine entre la
niebla, o con los ojos tapados o con audífonos en los oídos). Fantastic Mr. Fox
no la he visto (no alcanza a llamar mi atención). Pero es un director maestro
en las comedias del sufrimiento, de los traumas y impaciencias, transformándolas
en situaciones que por momentos en lugar de producir drama producen humor (“¿El
Humor? No sé lo que es el humor. En realidad cualquier cosa graciosa, por
ejemplo, una tragedia. Da igual”. Buster Keaton). Ese es su estilo, esa es su
marca, así como su forma de filmar, de componer los planos, encuadres, y
plano-secuencias que por momentos uno podría pensar que es único en su técnica,
pero a mi se me asemeja a Peter Greenaway en aquel aspecto, en esa elegancia y
barroquismo técnico. La posibilidad de que en su cine exista una constante
pesimista es certera, pero no es un pesimismo filosófico ni menos ontológico,
es uno que nace de la capacidad abismante del destino de producir en el género
humano el dolor y el trauma, un determinismo inequívoco (que siempre lo
relaciona con los padres). Sin embargo, lo acompaña un simple y tierno final
feliz, o sea, existe la posibilidad de que aquello expresado negativamente por
el azar se transforme en un cierre positivo, en uno que termina el circulo
vicioso existente. Quizás similar a Almodóvar y a un Tsai Ming Liang en casos.
Una catarsis que siempre tiene la característica de ser colectiva. La ecuación,
casi eterna, es: Mal (tristeza) – Redención (comprensión) = Bien (felicidad o
tranquilidad), pero esto es traducir en 8 palabras algo mucho más bello y
complejo.
Moonrise Kingdom, su
última película, es una vuelta a algo que realiza en forma notable, y que no
hacía desde Rushmore, una vuelta a su virtud que había perdido en parte en
algunos momentos y extraviado completamente en otros: El sufrimiento como hecho
presente, no basado completamente en recuerdos, no tomando el pasado a
cabalidad, sino que este pretérito conjugado directamente con el presente.
Quizás ni el mismo se ha dado cuenta de que su mejor cine nace cuando habla del
pasado (indirectamente) y del presente de sus personajes y de ellos con los
hechos que le suceden actualmente. ¿Cuál será el motivo? La verdad es que
aquello escapa de mi comprensión. Por otra parte, es una vuelta ya no tan
excéntrica a una cosa maravillosa: la alegría (y la incomprensión de los otros.
“El infierno son los otros”) de ser diferente, y lo difícil que es aquello en
estos tiempos de globalidad in extremis, una vuelta a demostrar la complejidad
de la adaptabilidad. En Wes Anderson mucho es trauma y mucho es ternura, mucho
es negocio y mucho es independencia. Un jugador de dos estilos. Un Géminis.
Moonrise Kingdom puede ser su mejor película, eso lo dirán los especialistas.
Pero una cosa es cierta: hay que verla. ¿La Razón? La razón es simple: es una
muy pero muy buena película.